Pizzería Pirillo

Hace unas semanas –o meses, mejor dicho- que las tardes son ásperas para quienes no son muy afectuosos con el frío. Las caras de fastidio representan un sinfín de razones y en las que el clima se lleva una buena comisión en las culpas. Es el horario ideal para compartir un café. Un muchacho de unos treinta años se baja de la bicicleta. Está todo enfundado: bufanda, campera de corderoy, gorro y guantes. La deja apoyada sobre la pared y entra a un local. Ingresa convencido a recompensar el cuerpo con algo humeante.

-Una de muzarella por favor- le dice a la señora que atiende detrás del mostrador.

Ella corta una porción y la sirve en un plato. Mientras, un hombre mayor, con gesto serio, se apoya en la barra para seguirle la marcha al muchacho de la bicicleta. A los dos minutos, llega una chica de unos veintitantos con las mejillas sonrosadas y temblorosas. Pide una de fugazza rellena y se ubica al lado de los demás.

Estas imágenes se repiten de lunes a sábados desde el mediodía hasta la noche en la “Pizzería Pirillo”, sobre la calle Defensa 821, a metros de Avenida Independencia. Desde 1932, y de “dorapa”, muchos porteños con prisa –y turistas- comen alguna porción de muzzarella, fugazza rellena, fainá o pizza de cancha para saciar el hambre hasta en las horas en las que un café sería la elección ideal.

La señora que corta las porciones con celeridad se llama Silvia, hija de Juan Vizzari, quien estuvo al frente del local hasta hace dos décadas: “Antes estaba acá una prima de mi abuela. Mi papá comenzó como empleado y ahí arrancó todo”, cuenta. Aunque hoy no se encuentra ‘Piru’, su hermana, Silvia se las arregla. Y los comensales, agradecidos.

“Antes el local se llamaba ‘Luigin’ porque así le decían a mi abuelo. Cuando mi papá se hizo cargo, comenzó a llamarse ‘Pirilo’ porque así lo llamaban a él en todo el barrio”. 

El local es muy pequeño, apenas de unos tres por cinco metros. Por eso se come de pie, frente al mostrador. Y las porciones se sirven con servilletas grises de papel: “Yo estoy acá desde hace unos veinticinco años. La pizzería siempre estuvo igual, nunca se cambió nada: desde la receta de la pizza hasta el mobiliario, como hace 79 años atrás”, rememora Silvia, detrás del mostrador mientras sigue sirviendo porciones a la clientela del local. Y añade: “Tenés clientes que son habituales y gente de paso. Pero también, muchos turistas que vienen de la Plaza Dorrego. Igualmente, muchos siguen prefiriendo ‘moscato, pizza y fainá’”.

Cuando se le pregunta por los cuadros que están colgados en la pared, donde se pueden observar las fotos y las firmas de diversos artistas, Silvia comenta que venían Rodolfo Ranni y Luis Brandoni, inclusive Jorge Porcel: “Siguen viniendo músicos más que nada, como Jaime Torres, que es habitué. Imagináte que acá ha llegado a venir la mamá de (Carlos) Gardel”. 

Hay un cartel viejo que es de la época de cuando la pizzería se llamaba “Luigin”. Es de hace más de 80 años. Está sobre una columna, al lado del pizarrón que exhibe la lista de precios. También, se pueden contemplar un escudo y una bandera –en celeste y azul- del Club Atlético San Telmo. Al lado, una dedicatoria con “Clemente” incluido del dibujante Caloi para “Pirillo”, que sonríe en otro cuadro.

-¿Querés probar una porción?- pregunta Silvia. No se le puede decir que no. Tampoco intentar una respuesta de compromiso, para que piense que no “hay hambre”. Además, no lo creería.

Ya son más de las 19. El muchacho de la bicicleta se acaba de ir. Ella sigue cortando porciones sobre la mesada de mármol. Mientras el señor termina de tomar un vaso de moscato, la chica de las mejillas heladas continúa en lo suyo. Y sigue el desfile de los que elijen pizza de molde en la hora de un café.

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